MARÍA DE JESÚS ESTRADA MARTÍNEZ
(1910-2002)
In Memoriam
Cayó como un pétalo marchito deshojado por el viento
del otoño...
Se desprendió del rosal y fue descendiendo lentamente hasta
tocar el suelo...
De este modo retornó a la arcilla de donde provenía,
al barro negruzco de Tequilita, donde ahora reposan sus restos
mortales...
Su vida se extinguió cual débil flama que
inexorablemente se apaga al agotarse el pabilo y la cera ...
Su corazón, ya envejecido y cansado, cesó de latir
en aquella tarde del 11 de octubre cuando iniciaban las fiestas
patronales de Tequilita; apenas pudo enterarse que durante la
medianoche se habían tocado las campanas para anunciar el
rompimiento de la feria; apenas fue consciente de que la gente se
había levantado al alba para participar en la primer procesión
del novenario... Ya no tuvo las fuerzas suficientes siquiera para
probar alimento... Apenas pudo balbucear unas palabras... tenía
dificultades para respirar, le dolía la espalda; pero hasta el
último instante se aferró a la vida...hasta el momento
postrero mostró ese carácter fuerte que siempre la
distinguió...
Sin embargo ya eran demasiados años cargados sobre sus
espaldas. La cruz que llevó en vida fue minando poco a poco su
fortaleza. Fue consumiéndose por la vejez y la enfermedad...
Eran 92 años con 9 meses; los mismos años que tienen de
existencia el poblado de Tequilita. Ya eran muchos años de
sufrimientos, de penas, de vicisitudes, de carencias... la vida rural
suele ser dura, especialmente en años de convulsiones
sociales, de crisis económicas, de malas cosechas... Ya eran
muchos años arrancados al tiempo.
Ella, que nació el 15 de enero de 1910 en el pueblo
circunvecino de Zapotán, era una niña cuando empezó
el movimiento revolucionario, cuando se hundió el Titanic,
cuando se construyó el canal de Panamá, cuando falleció
Rubén Darío y cuando dio inicio la Primera Guerra
Mundial... ¡Qué difíciles debieron ser aquellos
años de su infancia! Por fortuna ese aislamiento geográfico,
en la sierra de Zapotán, quizá la salvó de ser
una víctima más de aquella cruenta guerra civil donde
perecieron tantos millones de mexicanos. Pero no sólo
sobrevivió a la barbarie sino también a las
enfermedades infantiles y a las hambrunas tan comunes de la época.
Cuando se trasladó a Tequilita, a la edad de 8 años,
ésta era una ranchería de algunos 200 habitantes que
pertenecía a la Hacienda de San José del Conde. A
partir de entonces fue testigo ocular de todos los acontecimientos
del nuevo poblado; en su memoria registró cada hecho relevante
de la vida local. Quizás se escaparon algunas fechas,
personajes y circunstancias de menor importancia. No obstante gracias
a ella se pudo rescatar la tradición oral de Tequilita;
gracias a sus aportaciones fue posible elaborar una memoria escrita
de la historia del poblado; gracias a su valiosa colaboración
se le pudo dar sentido a la existencia histórica de este
pequeño rincón del sur de Nayarit.
Fue una mujer rural del siglo XX. Recorrió el siglo
anterior, a lo largo y a lo ancho. Cada década fue
imprimiéndose fielmente en su memoria. Hasta sus últimos
años conservó una lucidez admirable. Conoció a
los fundadores del poblado, a los hijos de éstos, a los
nietos... ya suman cinco generaciones los pobladores de Tequilita...
sobrevivió a sus coetáneos; poco a poco fueron
desapareciendo aquellas humildes personas con las que compartió
su adolescencia y su juventud, durante los años veintes. Fue
en aquella década cuando se introdujo la vía férrea
al poblado. Precisamente, al alcanzar la mayoría de edad,
contrajo nupcias con un trabajador del ferrocarril, con quien procreó
un hijo. Desafortunadamente, enviudó al año siguiente,
cuando mi tío Francisco Cruz Estrada apenas tenía unos
meses de nacido.
Durante los años treintas, fue testigo del movimiento
agrario que culminó con la fundación del Ejido
Tequilita, cuya población ascendía apenas a un poco más
de 300 habitantes. Presenció los cambios que se dieron en
materia de régimen de tenencia de la tierra. Supo quien fue la
primera persona que se inhumó en el recién fundado
panteón de Tequilita.
Transcurrieron poco más de 10 años para que volviera
a casarse. Procreó tres hijos con el Señor Jesús
Rosales Hernández: Juan, Ma. Del Rosario y Salomé. Sólo
sobrevivieron los dos primeros. En aquellos venturosos años,
1943 y 1944, nació la tradición festivo-religiosa
caracterizada por el culto mariano a la Virgen de Talpa. También
se abrió el primer camino vecinal. Se entregó el
Plano-Proyecto del Ejido. Quizás, los días más
felices de su vida se situaron entre esta década y mediados de
los sesentas.
Durante los años cincuentas se terminó de construir
el templo, se instituyó el culto mariano y se deslindaron los
límites del ejido. También se abrieron nuevas tierras
al cultivo. La población creció lentamente; no obstante
llegó un punto en que ya no fue posible continuar con el
reparto agrario. Sus dos hijos crecieron y apoyó a su hijo
para que continuara sus estudios en Compostela ya que en el poblado
sólo se podía cursar hasta el cuarto año de
primaria.
Su única hija se casó en la navidad de 1963 con un
joven oriundo del poblado. Por un tiempo los jóvenes esposos
vivieron junto a ellos. Pero la dicha se truncó abruptamente.
Enviudó por segunda ocasión en enero de 1966, cuando
Rafael, mi hermano mayor, y Elizabeth, mi prima hermana, tenían
alrededor de un año de edad. Desde entonces vivió al
abrigo de mis padres.
Durante casi 37 años vertió su cariño en
nosotros, sus nietos, y fue capaz de señalarnos el camino del
bien, bajo una moralidad estricta y dogmática, represiva en
ocasiones, pero siempre noble y leal. Según fuimos
llegando, nos vio nacer y nos crió hasta que nos hicimos
hombres y dejamos el terruño. Gracias a su crianza con mano
dura fue posible que pudiéramos abrirnos paso en la
vida. No toleraba la pereza ni la desidia ni la pusilanimidad. En
cambio amaba el trabajo, la honestidad y la constancia. Siempre
profesó una devoción casi piadosa y mantuvo un profundo
respeto hacia la vida de los demás. Sus excesos de cólera
fueron compensados siempre con algún gesto de humanidad.
Aún era fuerte como un roble cuando yo nací. Se
celebraron las Bodas de Plata en noviembre de 1969. A principios de
los años setenta ya había alumbrado en las casas. Poco
después se introdujo el servicio de agua potable. Toda mi
infancia transcurrió en Tequilita durante la década de
los setentas. Creo que aquellos años, marcados por su
presencia, fueron fundamentales para mi desarrollo ulterior. Aún
conservo gratos recuerdos que el tiempo no ha sido capaz de borrar.
Siempre estuve rodeado por el cariño de ella, de mi tío
Juan y mis padres. No obstante la pobreza material, hubo amor en
abundancia. El resto de mis hermanos nacieron en aquella década.
Todos recibieron esa dosis de cariño maternal, tan necesaria
durante la infancia. Es probable que no todos llegásemos a ser
partidarios de su estilo para educar, pero siempre le guardamos
veneración y respeto.
Durante los años ochentas, mis hermanos y yo salimos a
estudiar a la capital Tepic. Cada fin de semana, año tras año,
siempre la pasábamos en nuestra casa natal. Allí estaba
siempre ella, cual ángel guardián, junto a mi madre.
Fue en la época cuando se construyó el Jardín de
niños, la Telesecundaria y la Caseta Telefónica Rural.
Aún tenía fuerzas para asear el templo y realizar
colectas. Mas, pronto su cuerpo empezó a sufrir los rigores
del tiempo.
La vejez fue acentuándose cuando rebasó los tres
cuartos de siglo. Durante los años noventas, fue perdiendo la
vista y el oído. Las intervenciones quirúrgicas fueron
incapaces de restablecerle tales facultades. Ya no tuvo la energía
suficiente para regar las plantas o para barrer el patio. Al terminar
la década, a duras penas, recorría a pié los
cien metros que separan a la casa del templo, para asistir a la misa
dominical. Por fortuna, alcanzó a disfrutar de los servicios
médicos del reciente centro de salud rural, del renovado
servicio de agua potable y de la majestuosidad del templo recién
construido. Conoció no sólo a la totalidad de sus
nietos sino también a sus biznietos. Por lo menos, durante sus
últimos años, disfrutó de toda clase de
parabienes. Espero que haya sido suficiente para compensar todos los
desvelos, los sacrificios y las atenciones que realizó en pro
de nosotros. En estos momentos resulta difícil hacer un
balance entre lo que de ella recibimos y lo que ella percibió
de nosotros. Sus últimos pensamientos fueron inaccesibles para
nuestro pobre entendimiento.
El día de su muerte, mi madre le informó, por la
mañana, que habían llegado las fiestas de octubre. El
primer día del novenario le correspondía a ella,
precisamente, como desde hacía treinta o cuarenta años.
Así lo marcaba la Tradición. Mi abuela sólo
alcanzó a balbucear:
¾¡Qué pronto!
Creo que fueron sus últimas palabras. No sé si
confundió los términos. Tal vez le dijo a la muerte, en
su propia cara, que había madrugado para estar presto en su
lecho. Es probable que haya confundido las campanadas del alba con
las de su propio funeral y la música de la procesión
con las notas de un Réquiem. Su alma, ya comenzaba a
desprenderse de su envoltura corpórea. El deceso ocurrió
sólo unas horas después.
Cuando me enteré de su fallecimiento, puse la música
de las Golondrinas Yucatecas, su canción favorita.
No pude evitar que las lágrimas asomaran a mis ojos:
Así en la mañana jovial de mi vida
vinieron en alas de la juventud
amores y ensueños como golondrinas,
como golondrinas bañadas de luz;
mas trajo el invierno su niebla sombría
la rubia mañana llorosa se fue,
se fueron los sueños y las golondrinas,
y las golondrinas se fueron también.
Sí, se fue como una golondrina bañada de luz. Con
ella se fue también el Tequilita antiguo. Junto con ella se
extinguió toda una generación de pobladores del
Tequilita latifundista. El Tequilita pre-ejidal. Los campos, ahora
plantados de agaves, parecen añorar al Tequilita de
antaño...Ya no existe el corral de piedra ni las ruinas de la
hacienda ni el primer templo. Sólo queda la nostalgia del
pasado...
Sólo una mujer con ese temple pudo vislumbrar los albores
del nuevo milenio. Sólo una mujer de tanta fortaleza pudo
atravesar el siglo XX con paso firme, casi al margen de las
conflagraciones y horrores que acontecieron en otras latitudes.
Indudablemente, la apacible vida rural contribuyó a su extrema
longevidad. Pero al fin tuvo que sucumbir ante los embates del viento
otoñal: el mismo que le roba el verdor a los campos... que
marchita las flores... que espanta a las avecillas...
Sus ojos, casi yertos, ya no volverían a contemplar el
renacer de una nueva primavera... Una vez concluido su ciclo, se
quedó dormida para siempre...levó el ancla para jamás
volver...
Ahora, descansa al lado de su esposo, el hombre a quien amó
profundamente en vida. Cuando evoco el lugar donde yacen sus restos
no puedo evitar que mis labios musiten una de las rimas de Bécquer:
¾¡Dios mío,
qué solos se quedan los muertos!
O que interroguen, como Nervo:
¾¡Oh, Padre de los
vivos! ¿a dónde van los muertos, a dónde van los
muertos, Señor, a dónde van?
En verdad, es un soplo la vida... Tantos años pueden
convertirse en nada... Todo lo mata el tiempo... El polvo, tarde o
temprano, vuelve al polvo...
Sin duda, la tumba es el final de la jornada...
Siempre he pensado que llegará el día en que todo
acabe. Ese día, en que discurran vientos inexorables, quiero
contemplar los campos de mi terruño. Si mi vida no hubiere
sido en vano; antes de exhalar el último aliento repetiré
las postreras palabras de Mamá Chuy:
¾¡Qué pronto!
Acaso para entonces habré comprendido el significado de
nuestra existencia.
Para concluir, quiero expresar, a modo de epitafio:
¾¡Gracias, viejecita,
dónde quiera que te encuentres!
Que sean estas palabras los mejores instrumentos para honrar
tu memoria.
Guadalajara, Jalisco; 15 de octubre del 2002.
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